Mientras dure la tormenta
Entramos en casa de Marina. Es pequeña y humilde, apenas unos metros cuadrados donde han llegado a convivir una familia de hasta cinco personas.
Un olor intenso a marihuana envuelve el caos y el desorden que dominan el escenario al que accedemos.
Una estufa de espaldas a la puerta de entrada da calor a un pasillo salpicado de puertas cerradas. A la izquierda, la cocina donde Héctor nos espera sentado y fumando un canuto, el cenicero lleno de colillas. Sobre un hule que lleva varios días cubriendo la misma mesa las pastillas se desparraman… “estas no se las quiere tomar, prefiere las de antes. Y las otras son demasiado fuertes, le producen mareos, así que a ver qué hacemos…”, nos dice su madre.
El caos y el desorden nos siguen intentando someter. Las conversaciones son confusas, no siguen un hilo conductor. La madre nos quiere contar todo, todo lo que lleva dentro desde hace un par de años: sufrimiento intenso, dedicación exclusiva, frustración, miedo, pérdida del trabajo y de su propia vida, angustia, decepción, disputas, falta de descanso, … la esperanza del inicio que se ha ido transformando en desesperación y culpa ante el fracaso de los tratamientos.
Héctor tiene 35 años y fue diagnosticado hace 2 de un tumor cerebral de alto grado, que se ha hecho fuerte en su cabeza y continúa apoderándose de él día a día. Está separado, su mujer (diagnosticada de cáncer de pulmón durante la separación) se trasladó a Barcelona. Tienen 2 hijos a los que él apenas ha visto en los últimos meses y, además, está pendiente de un juicio en mayo para establecer el régimen de visitas. “Pero no quiero que él vaya al juicio, bastante tiene… además igual no llega… o sí?”
Mientras ella habla a borbotones, como un manantial desbordado, su hijo la mira sin verla, al tiempo que nos observa como extraviado e intenta mantener un discurso incoherente plagado de parafasias (trastorno del habla consistente en sustituir una palabra por otras o por un conjunto de ellas, a veces de sonido parecido, pero que no expresan el mismo concepto). Se interrumpen los dos, él se enfada y se levanta a fumar otro “peta” al pasillo, mirándonos dese la puerta. Su madre va detrás de él, “a veces se pone agresivo si no le hago caso”.
Mi compañera abre la ventana para airear un poco el ambiente, si es que se puede, y que el olor y el calor de la estufa de butano no termine por acabar de confundirnos (al cabo de un rato ya estamos bastante embrolladas). Siento sensación de desamparo, hacia mí porque no soy capaz de manejar la situación, y sobre todo hacia ellos cuya vida se dispersa ante nosotras. No encuentro por ningún lado el resquicio para introducirnos, para jugar todos al mismo juego y ayudar a desenredar el ovillo, y se me hace difícil mantener la calma.
Mi mente busca a la desesperada un amarre, algo que me ate al mundo conocido. Lo encuentro. Desde la ventana, que mi compañera abre y al poco rato se cierra mágicamente, el sol baña un pedazo de habitación y a través de ella veo enmarcada la montaña que da nombre al pueblo, coronada de nieve resplandeciente. Ahí me quedo un momento.
Vuelvo. Sugiero que Marina me acompañe, y ya en otra habitación se derrumba. Llora sin consuelo, “en qué me he equivocado… qué he hecho mal… qué más se podía haber hecho y, sobre todo ahora, qué puedo hacer? No estoy segura de nada. He luchado con él, hace un tiempo creímos que podríamos… pero ya no puedo más, todo se hunde y yo también. Lo he protegido para que no supiera el alcance de la enfermedad, pero hace dos días me cogió de la mano y me dijo que se estaba muriendo. Es la única frase con sentido que me ha dicho en meses… Por favor que no sufra, no puedo más.”
Volvemos a la cocina. Con cuidado, con tiento y sensibilidad, ajustamos el tratamiento, “a gusto de todos”, y le damos opciones sobre qué hacer en caso de que vuelva a convulsionar (situación repetitiva en los últimos días y más que dramática para ella) y para que no acabe en el hospital (la última vez que estuvo utilizaron sujeciones mecánicas por la noche).
Ya en la puerta, con la estufa de por medio nos despedimos, nos da la sensación de que dejamos un barco a la deriva en un mar bravo mientras nosotras nos ponemos a salvo en el descansillo.
Salimos a la calle y nos apoyamos en un muro, bien sujetas a la tierra, los pies bien apuntalados, dejando que el sol y la vida nos inunden de nuevo.
Marisa De la Rica
Enfermera de Cuidados Paliativos. Profesora Univ. de Zaragoza
Presidenta AECPAL y Vicepresidenta de SECPAL.